Es un lamento continuado, a veces repetitivo, que refleja el sentir de la gente de la montaña con acierto, pero en un lenguaje que resulta impostado. No hay nadie en el medio rural, ni aún hoy en día, que utilice términos tan cultos como algunos de los que usa el escritor a la hora de construir el relato. Si el texto estuviera puesto en boca de un noble arruinado, un cura o un médico rural, podría valer, pero en la de un labriego no.
Hecha esta salvedad, que tan solo interesara a cuatro literatos, el libro refleja fielmente el desmoronamiento de un mundo ya inexistente. Es cierto que el turismo ha revitalizado algunos pueblos montañeses y que incluso ha habido un asentamiento de gentes provenientes de la ciudad, pero ya no es lo mismo. Las colectividades que vivían en esos territorios de frontera, de forma autosuficiente, han desaparecido para siempre.
Llamazares, nacido en un pueblo leonés anegado por las aguas de un pantano, sabe bien de lo que habla. Su relato, que a veces peca de excesivamente intelectual, de estar muy elaborado, afronta cuestiones que para la gente que vive en las ciudades resultan anacrónicas y prescindibles, pero a pesar de ello resume las cuestiones esenciales de la existencia humana sobre la tierra: la vida, la muerte, la amistad, la compañía, el odio, el abandono y la lluvia amarilla que todo lo envuelve.
- La lluvia amarilla. Julio Llamazares. Seix Barral, 2013
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